Octavio es un niño mexicano que dibuja a un mono empistolado junto a su papá, quien está tirado en el piso y coloreado con rojo. ¿Por qué lo hace?
¿Por qué un grupo de niños de una escuela primaria se ponen pasamontañas y sitian su escuela portando pistolas de juguete? ¿Qué hacen hombres armados atravesando una guardería a hurtadillas? ¿Qué lleva a unas familias al hartazgo, a perder el miedo y a estar dispuestas a encajonar autos con personas armadas en la carretera para preguntar por el paradero de sus hijos? ¿Qué motivos tenían los soldados que subieron a cuatro muchachas a un helicóptero y las amenazaron con lanzarlas al mar? ¿Por qué cuestionar los enérgicos malos tratos y la mala puntería de los soldados si el ejército está salvando a México del narcotráfico? ¿Por qué las funerarias de una ciudad no se dan abasto? ¿Por qué matar sin ir a la cárcel es tan fácil en este país? ¿Qué lleva a una madre a desear que “a todos les maten a un hijo”?
La respuesta a esas preguntas pasa por el 12 de diciembre del 2006, fecha en la que el entonces supremo comandante de las fuerzas armadas, Felipe Calderón Hinojosa, inició una estrategia de seguridad interior que consistió en sacar al ejército a las calles, acción coloquialmente conocida como la “guerra contra el narcotráfico”. El ejército –o gran parte de este- ya no volvió a los cuarteles.
Esa acción gubernamental fue como una piedra que lanza un niño que quiere tumbar un panal de abejas… del tamaño de un árbol.
Fuego cruzado se le llama al lugar en medio de dos o más personas que se atacan entre sí. Un lugar por el que amenazas, extorciones, desapariciones, balas y/o granadas van de un lado a otro. Un lugar donde la vida se acaba.
Del 2006 al 2010, Marcela Turati viajó a varios fuegos cruzados en el territorio nacional. Encontró boquetes y manchas color café verdoso; viudas deambulando por la vida y niños resguardados debajo de la cama; pueblos mudos y batallas más estridentes que un rodaje de Rambo; plantíos de marihuana en la profundidad de las barrancas de Chihuahua y parcelas de amapola en la punta de las montañas de Guerrero.
Marcela Turati se acercó al círculo de esos “daños colaterales”, a quienes la televisión nos enseñó a ver como simples números. Con tacto, ética y un profundo respeto los escuchó, se puso en sus zapatos y transformó su desahogo en un relato indispensable para la construcción de la memoria nacional del presente siglo.
“Hacer hablar a los protagonistas en medio de la desesperanza es bastante. Hacerlo donde ronda el silencio impuesto a ráfagas de plomo tiene un gran mérito. Describirlo y saberlo contar, narrar este fin de época es una gran aportación periodística y un enorme compromiso humano, en un país que por momentos, cada vez más estruendosos y frecuentes, eso es lo que menos importa, lo humano”, aclaró en el prólogo Roberto Zamarripa.
Fuego Cruzado nos ayuda a dimensionar el tamaño del expansivo problema mexicano, nuestro problema del siglo. Un monstruo de múltiples tentáculos que alimentamos con migajas al comprarle mariguana al dealer, al ser inmutables ante el lucro político de la pobreza, al asimilar las prácticas de la “cultura de la corrupción”, al ningunear y prejuzgar a las víctimas: seguro andaba, vendía, traficaba, hacía…
De entre los múltiples temas espléndidamente narrados, el más dramático versa sobre la población más endeble: las niñas y niños, nuestro futuro huérfano, mutilado, traumado, asesinado.
“Temblando del susto, uno de ellos explicó con voz quebrada que el fuego cruzado lo agarró cuando cruzaba la colonia montado en su bici, vendiendo panes. No tuvo más resguardo que la llanta de un auto estacionado detrás de la que se acurrucó. Al terminar su relato, dice:
-Me duele aquí- y se toca el corazón.
Los ojos se le nublan. Fue mucho miedo contenido en un envase de un metro, en un corazón de nueve años”.
¿Cómo llegamos aquí?
El narco, y la larga lista de actividades legales e ilegales que lo refuerzan, son la expresión más radical de la lógica del dinero. Por dinero se hace cualquier cosa, como asesinar por 500 pesos en tu primer empleo.
“¿No les da sentimiento cuando ven caer a una persona?” –les preguntó un funcionario del Tribunal de Adolescentes Infractores de Juárez a dos matones de 16 y 17 años de edad.
“No vemos caer a alguien, nomás vemos caer dinero” -le respondieron.
Para saber que el neoliberalismo y el narco son dos cabezas del mismo cuerpo, para comprender que los inocentes y los culpables no son buenos y malos por default, para dimensionar esta sanguinaria y estúpida guerra, para entender cómo llegamos aquí y para no olvidar que nuestra obligación como mexicanos es buscar la paz, debemos pasar por el Fuego Cruzado.
*Foto: Time Out México.
Reportero del sur de Jalisco