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El espejo de Medusa

La bomba bajo la almohada

Somos catastrofistas. Las tragedias nos desnudan: sacan lo mejor de nosotros, pero también lo peor. Estos días, tras el sismo del 19 de septiembre lo hemos constatado una y otra vez. Sin embargo otras catástrofes nos han enseñado que por una parte somos refractarios a la memoria, y por otra focalizamos los sucesos como si fueran hechos únicos e irrepetibles, difícilmente asociamos los males de hoy a los males en  potencia.

            Una de las cloacas que ha destapado el reciente sismo en la Ciudad de México tiene que ver con la corrupción en el ámbito inmobiliario. Como si se tratara de un ejercicio surrealista, los edificios históricos de la Ciudad de México prácticamente no sufrieron daños; en tanto que aquellos que llamamos nuevos, modernos, fueron los que más daños presentaron, algunos colapsaron inmediatamente, otros se han declarado inhabitables, o bien deben ser sometidos a importantes reparaciones. Inmuebles construidos, no digamos bajo una norma antisismos, sino que no siguieron las mínimas medidas de seguridad, construcciones con modificaciones arbitrarias e irresponsables.

Y lo peor de todo es que estas obras se realizaron con el aval de las autoridades gubernamentales, e incluso por Protección Civil. En México estamos acostumbrados a que la corrupción es normal entre los políticos y que no se puede erradicar, como si fuera una condición connatural a su existencia. Pero cuando la corrupción se traduce en la pérdida de vidas humanas inocentes este “axioma”  debería caer por tierra.

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* Requerido

            Todos estamos indignados y todos exigimos justicia. Es lo menos que podemos hacer. Pero esto no debe quedar ahí. Debemos luchar contra nuestra tendencia a olvidar y a no relacionar los sucesos de los otros con los nuestros.

            En el temblor de 1985 Ciudad Guzmán fue la segunda más afectada, sólo después de la Ciudad de México. Estamos en una zona sísmica, tanto que decimos que estamos acostumbrados a vivir con los temblores.

Sin embargo, ¿estamos preparados para enfretar un sismo de gran magnitud?, ¿basta con hacer simulacros dos veces al año?, ¿nuestros edificios públicos, nuestros lugares de trabajo, nuestras escuelas, nuestras mismas casas han sido construidas con las especificaciones propias que exige una zona sísmica?, ¿las inmobiliarias y constructoras nos están vendiendo viviendas seguras?, ¿podemos llevar a nuestros hijos a la escuela, ir a trabajar con la certeza de que ante un sismo el riesgo será el sismo mismo y no la negligencia y la falta de resposabilidad de los constructores?, ¿las obras públicas que realiza el ayuntamiento y las instituciones son obras responsables en caso de sismo? ¿el gobierno que da los permisos de construcción está supervisando a estas empresas, o los permisos sólo son medidas recaudatorias?

            Siendo como somos, lo más normal es que esperemos a que suceda una tragedia para comprobar lo que ya sospechábamos. Que nos volvamos a indignar hasta que el daño esté hecho. No debemos esperar a que en Ciudad Guzmán allá un temblor de gran magnitud, que la gente sea afectada no sólo por el fenómeno natural, sino por la ineptitud y las prácticas corruptas.

Es el momento en que los tres niveles de gobierno, las instituciones de educación superior, junto con los colegios de ingenieros y de arquitectos hagan un diagnóstico del estado en que se encuentra nuestra infraestructura, desde los edificios históricos hasta la más humilde de las habitaciones.

Arreola habló del volcán como “esta bomba que tenemos bajo la almohada”, lo mismo podemos decir de los temblores, que si bien puede estallar “cualquier día en los próximos diez mil años,” también podría suceder esta misma noche.

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