Texto: Yenitzel Chávez | Fotografía: Carlos Rolón
Pasaron seis días desde que el sur de Jalisco se oscureció y se perdió entre el humo pesado que dejaron siente incendios. Más de 12 mil hectáreas se volvieron cenizas. Ciudad Guzmán, Zapotiltic y Sayula habían visto crecer las luces de las llamas.
A Sayula no le quedaron ganas de lamentarse y el séptimo Festival Rulfiano de las artes arrancó sin contratiempos. El escenario de la noche del sábado 11 de mayo, se dejaba ver erguido a un costado del jardín principal, con luces que destellaban claras al cielo. El estrado vio salir uno a uno a los integrantes de Real de Catorce.
Mama/tengo un corazón muy oscuro/mama/tengo un corazón pecador/llevo aquí en metal un pedazo de carbón…
El blues de “agua con sal” sonaba con la voz rasposa del fundador de la agrupación, José Cruz Camargo. Un hombre veterano del rock mexicano a quien los años no dejan en duda su trayectoria musical.
Las guitarras agudas marcaban el sonido de una canción seductora al oído de los espectadores que ya cantaban, gritaban y agitaban sus cabezas al compás de cada acorde. Las cervezas, los cigarros y los cacahuates no faltaron. Era como un trance. Un grupo reunido por el blues con una brecha generacional de hasta treinta años compartieron el mismo viaje auditivo.
Entonces a muchos se les olvidó que el llano ardía. Irónicamente ahí estaba Juan Rulfo: muy bien peinado, trajeado y al pie del escenario en una fotografía monocromática que mostraba sus mejores años. Su mirada de hombre serio reclamaba que recordaran aquél cuento cincuentero de su puño y letra que describía con detalle lo que ahora, fuera de la ficción, pasaba en el llano:
“De las trojes de la hacienda se alzaba más alta la llamarada, como si estuviera quemándose un charco de aguarrás. Las chispas volaban y se hacían rosca en la oscuridad del cielo formando grandes nubes alumbradas.”
Pero nadie pensó en ello. Sonaba “azul” y el ritmo aletargado de ese blues llenó cada poro de piel de los que esperaban insistentes la letra melancólica y el momento para perderse en la armónica que sonaba a veces suave, otras estridente.
Los espectadores iban y venían. Entre canciones las guitarras callaban para recordar a Rulfo con los versos que la banda escribió para homenajearlo. Luego cada instrumento se incorporaba para seguir con la otra realidad, una que no dolía porque lograba olvidar que habíamos perdido la mitad del oxígeno.
Después de dos horas y media de canciones, la madrugada llegó. Era como la que Juan había narrado en su cuento “Diles que no me maten”:
“Era oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba tierra seca y traía más”.
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